lunes, 9 de mayo de 2011

TRAZOS DE VIDA, relato de Carmen Sampedro


“Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos.”

-José Saramago-


Vuela el pájaro, reposa en la rama, vuela de nuevo y trazo con mis dedos el movimiento de sus alas. Me asombra la precisión con la que ejecuta cada uno de los gestos, que marcan la celeridad del aleteo. Me gustaría crear una caligrafía con esos trazos, para saber qué dicen mientras planean por el ancho cielo.

Cuando yo era pequeña, quería escribir la historia de mi vida. No porque fuera una niña prodigio, llena de talento y con historias extraordinarias que contar. Quería escribir sobre algo que no entendía y pensaba que al darle las palabras adecuadas, ellas mismas, las palabras, me lo darían a conocer o entender.

Lápiz en mano y con una hoja arrancada de mi libreta de matemáticas, me disponía un día tras otro a expresar toda esa vida que quería contar y que no me cabía en el corazón, ni en la pequeña hoja de mi cuaderno.

Dada mi naturaleza tenaz y perseverante, comenzaba enlazando unas palabras con otras y siempre me quedaba en la misma línea, como si algo me impidiera seguir adelante; una congoja, una angustia que no me dejaba engarzar los pensamientos. Quería y no podía trazar con mis manos, la caligrafía de mis sentimientos.

Es tan bello el vuelo del ave…debe ser hermoso ver las cosas desde el cielo: la copa de los árboles, cabezas coronadas de laurel; los campos tapizados con cintas de colorines, lienzos de cosecha para el sustento. Y los hombres y mujeres tan diminutos que parecen leves criaturas recién llegadas al majestuoso escenario. Trazos de vida…

“Había una vez una niña que no podía caminar…”

“Érase una vez una niña que no podía andar…”

“Os voy a contar la historia de una niña que no podía…”

Y al llegar a ese punto, al escribir esa palabra, todo un mundo de dolor e incomprensión cercaban las palabras, como si el deseo de escribir su vida fuera sitiado por un maleficio. Pasaban los días, y el cuaderno se quedaba sin hojas como el árbol en otoño.

Había una vez una muñeca de carita morena y ojillos vivarachos. Era la alegría de su dueña que la cuidaba con esmero y la llenaba de mimos y abrazos. La muñeca de esta historia no necesita muletas para caminar, ni encorva su cuerpo cuando se sienta en su sillita. No tiene aparatos ortopédicos; no va vestida de hierros, correas, ni le aprietan las botas porque no las lleva; lucen sus pies unas sandalitas por donde asoman unos dedos sensibles y simpáticos desde el más gordete hasta el pequeñín, como hermanos inseparables.

Otro día seguiré hablando de ella, pues aún no tiene nombre ni sé qué más decir. Yo quería escribir mi vida pero me duele algo por dentro cuando hablo de mí; sé que podría contar muchas cosas pero lo que realmente quiero contar, lo que verdaderamente quiero expresar en la hoja de mi cuaderno, me causa tal dolor, que no puedo conducir el escrito. No tengo trazos.”

Fotograma a fotograma repaso la imagen de esa niña que no podía caminar y tampoco podía escribir sobre ello. Cómo expresar con ocho años que para desplazarte uno, dos, tres pasos, necesitas poner en marcha todo un dispositivo, todo un mecanismo para lograr uno, dos tres pasos. Cómo dar significado a una infancia sin el vuelo natural, ese vuelo que permite experimentar los juegos, movimientos, risas del cuerpo en su más espléndida manifestación.

Vuela el pájaro, reposa en la rama. Vuela de nuevo y su trazo deja una estela en el aire. Volar es fácil, andar es fácil, correr es fácil, volar, volar…

La niña acallaba su tristeza para no perturbar mi andadura paso a paso por la vida. Yo le daba mi coraje y ella seguía con su hoja de cuaderno. Pensé que dejaría de lamentarse por sí sola al verme libre de la ortopedia, libre del manual de instrucciones para desplazarse de un lugar a otro.

-¿Qué quieres que haga por ti? -le pregunté una noche oyendo su llanto.

-¿Qué quieres?-

-¿No te basta mi coraje, mi fuerza, mi esfuerzo, no es suficiente todo ello?- Deberías sentirte feliz con mis logros, las dos hemos conseguido sobrevivir a lo que un día curvó nuestra infancia.

-¿Qué palabras necesitas para sanar tu tristeza?-

-La caligrafía del vuelo,-me contestó.

Y entonces comprendí que sin querer, había silenciado su dolor para no sentirlo como propio. Acallé su pequeña alma dolorida y no atendí qué me quería decir con sus torpes trazos al dar un paso, dos, tres… Mi coraje no la redimió del dolor. Ahora que sé lo que necesita, creo para ella esta caligrafía, esta pequeña historia, donde ella es la muñeca de carita morena y ojillos vivarachos. Una muñeca muy querida por su dueña que le ha trazado un mundo de palabras, para que elija las más hermosas, y pueda volar con su imaginación a la altura de las aves que planean por el cielo.

FIN


martes, 28 de diciembre de 2010

FELIZ NAVIDAD Y FELIZ AÑO 2011


Si yo hablase lenguas humanas y angélicas
y no tengo amor, vengo a ser como metal
que resuena o címbalo que retiñe.

Y si tuviese profecía y entendiese todos los
misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la
fe de tal manera que trasladase los montes,
y no tengo amor, nada soy.

Y si repartiese todos mis bienes para dar a
comer a los pobres y si entregase mi cuerpo
para ser quemado y no tengo amor,
de nada me sirve.

El amor es sufrido, es benigno; el amor no
tiene envidia, el amor no es jactancioso,
no se envanece; no hace nada indebido,
no busca lo suyo, no se irrita, no guarda
rencor; no se goza de la injusticia,
mas se goza de la verdad.

Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera,
todo lo soporta.

Las profecías se acabarán, cesarán las
lenguas y la ciencia se acabará, pero el
amor nunca dejará de ser.

Porque en parte lo conocemos y en parte lo
profundizamos; mas cuando venga el Amor
perfecto, entonces lo que es en parte
se acabará.

Y de los tres que ahora permanecerán,
la fe, la esperanza y el amor, el mayor
de ellos es el amor.

~Corintios 13~


miércoles, 10 de noviembre de 2010

AL CALOR DE UN DIOS MENOR, relato de Carmen Sampedro





"Tan imposible es avivar la lumbre con nieve,como apagar el fuego de amor con palabras" .

(William Shakespeare)




Al calor de un dios menor.

 Despierta mi pueblo cubierto de un manto inmaculado, como un espectro que quisiera quedarse para siempre. La Ermita del Santo Cristo del Llano, parece una nube arrebatada por el blanco cielo inmutable y nuestro castillo viste túnica blanca, cual penitente en busca de redención.
 
Todo el paisaje de Baños de la Encina, es una fría piel que paraliza a todo ser viviente, que deja a los pájaros sin nido, que congela el canturreo de la fuente y nos aísla unos de otros. 
 
Si fuera una niña pequeña, diría que tengo miedo de que mi pueblo se quede así para siempre: en silencio sepulcral. Miedo de que el fantasma cubra las rendijas de todas y cada una de las huellas que permanecen como signos vitales, en cada uno de los parajes que conforman nuestra identidad. Todo el paisaje parece resignado a mostrar un semblante que no le pertenece y en silencio, aguarda la huida del fantasma, para volver a mostrar lo que era antes de la nevisca. En esa espera me encuentro yo también.
 
Entretanto, me tomo tiempo para abrigar todos aquellos recuerdos que aparecen en mi memoria, como si un mago los sacara de la chistera,esperando sorprenderme y jugando con las sombras que en las paredes de mi estancia, forman los destellos de la lumbre.
 
Me llegan imágenes de algarabía en la calle
Mestanza siendo chiquillos, aprendiendo la tarea de ser hombre o mujer a través de los múltiples juegos que otros ya jugaron y nos dejaron por herencia: el escondite, el aro, el trompo, la comba, la guerra, el colache, la pita, el escondite…. La calle se convertía por las tardes en un constante recreo, donde tenían que venir a llamarnos los hermanos mayores, como embajadores de los padres, con ciertos aires amenazantes cuando llegaba la hora de cenar. También podía ocurrir, que entráramos como pequeños intrusos, en casa de alguna vecina ,que generosamente nos ofrecía un trozo de pan con aceite y azúcar, para no desmayar y poder seguir correteando, como si en ello nos fuera la vida.
Avivo la lumbre con troncos de leña, para que el frío no entumezca los recuerdos, y se encuentren cómodos, bienvenidos, acogidos, como esas visitas que recibes con alegría, pues llenan la casa de felicidad con su presencia.
 
El fuego vence al fantasma blanco y su chispear me trae colores a los que no puedo resistir darles forma en mi recuerdo.
De color granate era el casaco de Ricardito, mi primer novio. Nos encontrábamos en la Ermita del Santo Cristo cada mañana a la misma hora. Con su cartera, su pantalón corto, su pelo negro rizado y nariz aguileña. Ricardito era un niño frágil, delicado, poco avezado a las burrerías de los niños del pueblo. Sus padres vivían en Madrid y por cuestiones de trabajo, fueron trasladados a Baños y el pobre no sabía lo que le esperaba, en un ambiente donde los niños y las niñas no movíamos como pez en el agua y donde nuestras marcadas rodillas, eran señales de batallas, por la conquista de nuestra incipiente personalidad.
 Lo mejor que le pudo ocurrir a Ricardito, fue conocerme, pues yo lo defendía de todas las cruzadas que se libraban antes de entrar en la escuela. Su peor suerte era su complexión frágil y débil carácter; y lo más grave era no ser bañusco.
 
Ricardito me gustaba porque era un niño muy callado, me miraba con ojillos de yegua y no se despegaba de mi lado hasta que todos los niños entraban en clase. Como él era excesivamente tímido no llegó a decirme que yo le gustaba, y como yo necesitaba saberlo, se lo pregunté. Él asintió con la cabeza y yo enseguida le dije que él también me gustaba a mi. A partir de ese día, ya no hacía falta hablar ni nada, sólo estar uno al lado del otro. Los niños se reían de él por la indumentaria que llevaba tan diferente a la nuestra: su pantalón corto azul marino, como recién planchado, una camisa de hombre y su jersey de pico de color granate, la cartera de piel, calcetines largos y sus botas también de piel. Todo ello bien conjuntado y su cara lavadísma, peinadísmo, total un cromo. A pesar de la indumentaria clásica, yo ahora le veo más como un romántico. Los niños, al vernos siempre juntos, empezaron con la letanía de que éramos novios en tono de burla, de risas y aprovechaban para meterse con él y decirle cosas como: “Ricardito pelo de gallo, kikirikí” todo, porque el peinado que le hacía su madre para resaltar los rizos, le hacía como una cresta. Yo defendía a mi novio como es propio cuando dos personas se quieren, se defienden. 
 Pasaban los días amablemente, el curso seguía su curso y los niños éramos niños…Ricadito se fue a otro lugar, no sé si pueblo o ciudad y yo me quedé con su recuerdo cada mañana, en el Santo Cristo, a la hora de la escuela.
 
Sigue nevando en mi pueblo, pero en mi corazón, la llama del recuerdo me trae más colores, esta vez un poco más lejos de la niñez, cuando empieza esa etapa de transición donde sientes que ya no eres tan graciosa; en esa etapa donde pasas de los juegos a las obligaciones y donde tomas conciencia de que irrumpe una nueva manera de ser libre que no va a resultar nada fácil.
 De pronto te das cuenta, de que la escuela se termina y con ella el recreo; cambia el escenario y también las relaciones. Ya no tienen que ir a buscarte a la calle Mestanza porque apenas te dejan salir, y no sabes qué hacer con ese revuelo de nuevas emociones, de sentimientos que te dejan con el “pavo” acuestas. El poco rato que pasabas en la puerta de la casa, te fijabas en los muchachos sin saber manejar esta nueva experiencia vital. 
          
Llegó el momento de fijarme en algún muchacho y mis ojos se prendaron de Miguel y su camisa verde. Supongo que tenía más camisas, pero yo lo recuerdo cuando regresaba del campo y se arreglaba, siempre se ponía su camisa aceitunada. Miguel y yo no nos dijimos nunca que nos gustábamos; ni nos dirigimos la palabra en ningún momento, pero yo me fijé en él y claro está, pensaba que me gustaba y que yo le gustaba a él. 
 Un día lo vi pasar por mi puerta con una muchacha forastera muy guapa y no me saludó. Pensé que no me había visto pero después me enteré de que se había puesto novio con una de Bailén.
Ya no volvimos a hablarnos más; al cabo de un tiempo se casó y se fue a vivir al pueblo de ella. La camisa verde de Miguel trajo poca esperanza a mis sueños, en realidad una camisa verde tampoco era para dedicarle parte de mis fantasías; en ese tiempo yo despertaba a un mundo de sentimientos más complejos que en la niñez, aquella, donde mi querido Ricardito llenaba mi corazón.. 
 
La vida transcurría a la espera de que ocurriera algo, y mientras tanto, cumplía a regañadientes con las obligaciones de la casa, la costura, el cuidado de las macetas, y contando los días para que llegara la Romería de la Virgen de la Encina y sobre todo el verano, para poder abrazar de nuevo a los que regresaban de otras tierras, y que cada año volvían para asegurarse de que su pueblo no los había olvidado.
 
Y llegó Ramón, con todos los colores del arco iris. Camisa de mil rayas, pantalón beig claro y su gesto de hombre amable, sonrisa dulce y trato delicado. 
Ramón era amigo de mi hermano mayor y siempre que llegaba a Baños, visitaba nuestra casa dando muestras del mucho cariño que sentía por todos nosotros. El aprecio era mutuo y lo expresábamos con grandes abrazos de bienvenida y una alegría que no cabía en el corazón. Tampoco nos cabía la pena a la hora de la despedida.
 En este momento, lo veo entrando por la puerta de mi casa con un libro en la mano: “Rimas y leyendas” de Gustavo Adolfo Bécquer. Le pedí que me dejara verlo y me lo ofreció con algo de timidez, como si no quisiera desprenderse de él. Al abrir el libro me encontré con una manera de decir que jamás había escuchado ni leído y que nunca me hubiera imaginado que pudieran escribirse cosas tan bonitas. Era la primera vez que tenía en mis manos un libro de poesía. Me lo dejó con la condición de que se lo devolviera antes de partir para Barcelona. Me lo recalcó con tal seriedad que aún me hizo valorar más aquella joya. 
 Yo leía y releía los poemas, con la avaricia de quien tiene un tesoro y no puede dejar de mirarlo. Sabía que se lo tenía que devolver, pero no podía albergar la idea de quedarme sin ese misterio.
Cada día que pasaba, sabía que me tenía que desprender de aquello que ya formaba parte de mi revuelo adolescente. Apretada por la circunstacia de que se lo tenía que devolver en pocos días, se me ocurrió la idea de copiar los poemas en una libreta; los copié hasta donde me dio tiempo, pues llegó el día en que Ramón me pidió el libro. Se lo dí con algo de vergüenza como si me hubiese quedado con algo suyo. Nunca me atreví a confesarle éste hecho pero recuerdo que al verano siguiente, le recité de memoria un poema y sonrió con gran dulzura.
  En este momento de recuerdo, pienso que si ya es complicada la adolescencia de manera natural, cuando intervienen elementos poéticos de corte romántico, entonces ya se puede decir que hablar de la edad del “pavo” es una minucia comparado con el mal de San Vito. Se podría decir que el “pavo” huye despavorido ante este nuevo estado revolucionario peor que el asalto a la Bastilla. No sólo dejaba de cumplir mis obligaciones, sino que como una auténtica romántica, las incumplía con toda la rebeldía de la que era capaz.
 
Y es que Bécquer me decía, que yo era poesía, golondrina, arpa, beso, olvido y todos sus versos clamaban en mi interior, como un preso gime por su libertad.
 
Baños de la Encina sigue blanco y yo permanezco al calor de un dios menor, al calor del fuego que un día Prometeo robó a los dioses para entregárselo a los hombres. Ese fuego que unas veces beneficia y otras perjudica, pero cuando los hombres tienen frío, calienta sus cuerpos y también sus corazones.
Color pardusco era la sariana que llevaba mi amor de primavera. Las llamas me advierten con sus chasquidos, que necesito reposar este momento en el cual, nuestro amor afloraba, a la par que la primavera, y a la vez amor escondido tras la luna para preservarlo de un destino más que incierto. 
 
Las tardes de los encuentros, se llenaban de risas y miradas avariciosas, como si nos quisíéramos robar el uno al otro, como si se tratara del hallazgo de un diamante precioso y único. Plantado uno enfrente del otro, temblábamos como las ramas que suavemente mece el delicado viento.
Apenas hablábamos porque había poco que contar, excepto lo que decían nuestros, ojos cuyo brillo podía competir con el universo entero. Nada era tan valioso para mi vida como esos momentos, nada tan importante como la espera, y nada tan hermoso como saber que siempre lo llevaba en mi pensamiento. Todas las tardes de esa primavera, eran fiestas de guardar para mi corazón y ni sístoles ni diástoles bastaban, cuando imaginaba que vendría a verme ese amor, que la primera estación me traía de la mano.
La naturaleza, en toda su solemnidad, también era cómplice de nuestros corazones: el trigo asomaba sus anhelos de pan, los pajarillos tanteaban su primer vuelo. Mostraban los árboles sus primeras señales venidas de lo profundo de la tierra. Ese largo y misterioso viaje, que parte de la raíz a la rama y que nos cobijará cuando el rey sol extienda su poder, en época veraniega. 
 
Sin embargo, mi destino no podía ser diferente al de los espíritus románticos, donde todo al final parece un sueño, un invento del corazón, esa explosión de los sentimientos más sublimes, acaban siendo tan fugaces como fuegos de artificio y sólo te quedan los versos, en un estado de dolor, de infelicidad.
 
Como si de pronto hubiera llegado el otoño, como si de pronto sucede que nada más nacer la hoja se suelta o la arrancan de su rama, se soltó de mi mano, se desprendió de mi corazón. Ese amor que me enseñó la alborada del alma. Y también su ocaso. Sin embargo, ha quedado en mí su luz; aún brillan mis ojos como esas estrellas tan lejanas, tan muertas desde millones de años y que a pesar de ello nos brindan su fulgor cada noche. 
 Ahora que el fuego ha quedado en silencio, pronuncio su nombre y sonrío al pensar que para mí, no había un nombre más bonito que el suyo.
 
Ricardito, Miguel, Ramón y mi amor de primavera, han dejado sus huellas en cada uno de los rincones de mi pueblo y también en el escondite de mi corazón. Por eso esta mañana de invierno en la que mi pueblo ha amanecido cubierto con su manto inmaculado, he sentido miedo de que se quede así para siempre: un escenario blanco donde las piedras de la Ermita parecen enfermar a golpes de algodón, esa piedra hecha de sol, de rendijas por donde asoman florecillas, corretean lagartijas; esa piedra que se alza a lo más alto, como si quisiera mediar entre nosotros y el cielo. Y también sabe hacerse a nuestra medida abriendo sus puertas a la oración.
 Se va consumiendo la lumbre y el calor de mis recuerdos, derrite la nieve que oculta la verdadera apariencia de mi pueblo. La esencia de lo que somos, a veces duerme, y sólo despierta al calor de los recuerdos, al calor de un dios menor.

FIN
Pinturas de Adriana Cantini
http://www.adrianacantini.com.ar/




lunes, 11 de octubre de 2010

TARDE DE BARQUILLOS, por Manuel Sampedro Frutos. Accésit Certamen de Relato Corto de Baños de la Encina


¡Baños de la Encina! Tierra de tomillo y romero, donde el respirar su aroma es un privilegio para el que vive en él, pero también para el visitante.
¡Baños de la Encina! Donde su mar de olivos te hace sentir andaluz por los cuatro costados.
¡Baños de la Encina! Tierra de conquistadores y constructores de represas, donde no tenemos nada que envidiar a los extremeños, conquistadores de nuevos mundos por excelencia.

Da la impresión de que me he salido del guión poético que llevaba en cuanto a las excelencias de Baños de la Encina, cuando hacía referencia a tierra de conquistadores y constructores de represa. Cualquiera que esté leyendo, pensará que es una exageración. Para aclarar este supuesto malentendido, me voy a explicar y presentaré defensas respecto a lo anteriormente escrito.

Quien lea esta historia y tenga más de cincuenta años, verá como verdad el que yo diga que en Baños de la Encina, en la década de los sesenta, llovía bastante más que ahora. Me refiero a las tormentas que había al finales de verano y bien entrado en el otoño. Eso sí, sin restarle importancia a la lluvia calaera que había en diciembre y enero, cayendo durante varios días esa lluvia fina y pertinaz.

Mi historia se centra en ese periodo de finales de verano, caracterizado por tiempo de tormentas y cambios meteorológicos. En ese periodo venían, a veces, tormentas de la sierra de Andujar que asustaban a cualquiera. Recuerdo una expresión que se repetía a menudo a finales de verano, “esta tormenta viene de la Virgen de la Cabeza”, indicando que procedía de la sierra. Era una forma de diferenciarla de aquellas que procedían de la Mancha, que normalmente eran más secas y con abundante aparato eléctrico. Parecía que asustaban menos. Estas que procedían de la Virgen, traían gran abundancia de rayos y truenos, acompañadas de mucha agua.

A lo lejos se veía la oscuridad que se iba acercando al pueblo. Nubes preñadas de agua y escuchando el ruido del trueno después de un haz de luz producido por el relámpago. Todo ello hacía sentir a casi todo el pueblo, excluyendo a ese grupo valiente que no se asusta por estos acontecimientos, un miedo escénico diciendo unos: “esta nube va a ser muy mala, que la Virgen de la Encina nos proteja” y otros, sin embargo, le restaban importancia.

Las grandes gotas de agua caían sobre el pueblo, era la avanzadilla del gran festín atmosférico que nos esperaba. Recuerdo que empezaba con un gran remolino de viento violento, llenando las calles de polvo, papeles y hojas secas levantándolas a cierta altura. Grandes relámpagos y truenos te hacían ver que la tormenta ya estaba sobre el pueblo. Quince o veinte minutos interminables te hacían sentir pequeño e indefenso ante la naturaleza.
En el primer gran relámpago, el pueblo se quedaba a oscuras por falta de buenas instalaciones, algo normal en esos tiempos. La falta de luz en los hogares multiplicaba el efecto de los relámpagos, y a la vez el miedo. Uno no sabía como quitárselo de encima.

Mi madre nos reunía en torno a la mesa con mis hermanos y mi abuela Francisca. Con ellas, cogiéndonos de las manos, cantábamos coritos de la iglesia y leíamos en la Biblia el Salmo 23. De esta manera teníamos un mayor contentamiento en Dios, sabiendo que Él nos protegería de la tormenta.

Yo tenía otro truco. Cuando mi madre y mi abuela tenían trabajo, y no estaban por la labor, me ponía debajo de la cama porque así se escuchaba menos el trueno. El relámpago me daba igual porque me ponía pegado a la pared y no veía la luz del mismo. Sin embargo, el eco del trueno se hacía interminable para mí.

Poco a poco iba disminuyendo la fuerza de la nube, el ruido del trueno se sentía más lejano y distanciado. La lluvia iba cediendo en intensidad. Los más atrevidos salían de sus casas poniéndose debajo de la puerta de la entrada haciendo comentarios sobre algunas ramas de árbol rotas, macetas caídas de algún balcón, tejas rotas por causa del viento,… ¿De goteras? A veces faltaban cacerolas para que las casas no se encharcaran por culpa de las mismas.

En esos momentos, cuando los más atrevidos salían a hacer sus comentarios, la chiquillería, conocedora de la orografía del pueblo que da las condiciones para las embarcaciones de los jóvenes bañuscos, salía con sus utilajes navieros fabricados durante las largas siestas de verano, que por cierto, a los niños se nos hacían interminables. Suerte que a veces se rompía la siesta con un baño en las colas de abajo, pero a la vuelta había algún que otro alpargatazo por parte de nuestras madres por desobedientes.

Después de la tormenta hay unos momentos mágicos donde el agua, que se había concentrado en la parte alta del pueblo, empieza a descender y en unos minutos empieza a salir de la nada un río navegable para la imaginación de la infancia.

Al salir aquella tarde del bar de mis padres, desde la puerta veía venir un río de agua por la calle ancha, Calle Francisco Contreras, o sea, por la casa de Cebollo, Encina, Quintana…, que me hizo sonreír de alegría por la gran oportunidad de lucir mi barco, hecho con una caña de escoba, de la que mi madre piensa que se rompió barriendo el bar. Esa escoba reunía las condiciones para ser un buen barco, y era una pena que perdiera sus cualidades fluviales barriendo un bar de pueblo, por lo tanto la liberé rompiéndola por la mitad y buscando en uno de sus mejores nudos una gran canoa.
Me dispuse con mis botas katiuskas, sin forro, que tenía para la rebusca de la aceituna, y cogiendo mi canoa, ilusionado por la que sería una gran tarde de navegación. Otros chiquillos empezaban también a hacer represas para aumentar el caudal de agua en la calle, las cuales en ocasiones se rompían y formaban una gran riada. ¡Era divertido verlo!

Al echar mi canoa al agua, con toda preocupación por el miedo a perderla, ya empecé mal porque el agua me rebosó las botas. Como pude, estuve viendo como mi gran barquillo iba tembloroso por el agua como con miedo a su primer viaje aventurero. Las botas llenas de agua y mis pies dentro de ellas producían un chof, chof, que se oía bastante bien.

Iba calle abajo metido en mis cosas, disfrutando de este viaje fluvial, cuando llegué a la altura del quiosco de Doroteo. El caudal de agua de la calle por la que yo venía se unió al caudal que venía de la calle del Santo Cristo, creando un choque de aguas entre ambas calles. En mi preocupación por el resultado de ese choque de aguas para mi barquillo, un borrico de las casas baratas, controlando su barco, no se dio cuenta de mi precioso artilugio naval y lo aplastó. ¡Sí, lo aplastó! ¡El muy tonto leche!, como yo le dije al muy animal por no haberlo visto.

El pobre barquillo, al igual que Cenicienta, se volvió de un gran barco a un trozo de caña de escoba maltrecho. Le volví a decir tontorrón y él me contestó que “pa tonto yo”, que no supe controlar el mío. “¡Tú que sabes!”, volvió a decirme mientras me echaba agua con una lata vieja. Yo le dije “tu barco es un petardo y se hunde”, riéndome de él. Sería largo de contar la lista de insultos que nos empezamos a decir el uno y el otro, hasta que llegó otro chiquillo salvándonos a los dos de una pelea segura, diciéndonos: “¿Qué os parece si hacemos una apuesta de cuatro bolas de china al que llegue antes a la pava de Mariano con su barco en la próxima nube?”. Los dos asentimos a la apuesta con cara de cabreaos.

Los niños de Baños éramos muy dados a las apuestas. Apostábamos por cualquier cosa, en el billar de Manolo, claro está que quien pierde paga, a los cromos por una carrera del recorrido de una calle, a cruzar las colas, diciendo: ¡A ver quién va solo al pilar de la Encantá! No siempre éramos justos, más bien un poco fulleros por no pagar y decíamos que el término de la apuesta no era así.

El recorrido que debían hacer nuestros navieros, según las reglas de nuestra apuesta, era pasar la calle ancha, quiosco de Doroteo, carril abajo, la tienda de Paco Valle, la plaza abajo hacia la tienda de María la Columpia, la curva de la casa de Ortega, la plazuela hasta el final de la calle, llegando a la Pava, y el mismo caudal nos llevaría al Moral y seguiría hasta el Ruedo.

¿Quién lo diría? Un cagao de miedo por las nubes como era yo, mirando hacia la sierra de Andujar a la espera de un gran nubarrón que se acercara dejando un gran chaparrón.

Durante la espera, empecé a investigar los materiales para construir un gran barquillo. O sea, zapatos de mujer por su corcho, cajas de fruta por su madera, latas grandes de tomate, y un gran etcétera que sería largo de contar. Para encontrar la solución a este gran problema fui a buscar al estercolero que había debajo del castillo. Entre los materiales de deshecho que había encontré una gran suela de albarca y un gran corcho. Fue lo más sobresaliente que había, pero con estos materiales vino a mi cabeza una buena idea. Se me ocurrió hacer cuatro agujeros al albarca con una navaja que le quité a mi padre. En ellos, metí trozos de corcho a presión. El corcho era mucho más ancho que la suela, parecía que el barco tuviese una especie de baranda. Bajo la suela, en el centro, metí unos plomos de caña de pescar, para que el peso del mismo no volcase el barquillo. Puse una vareta de un paraguas viejo para que hiciera de mástil, pero me pareció que uno era poca cosa y añadí dos más unidas con una guita. Clavé las varetas en el centro de la suela y quedaba muy bien.

Para hacer la prueba, metí el barquillo en un barreño lleno de agua que tenía para lavar mi madre. Cuando me vio usando toda el agua para probar un barco, o sea, una albarca de un estercolero, ¡me pilló descuidao, sino no me coge! ¡Qué tirón de orejas! Me dijo: “¡Con la sequía que hay y tú tirando el agua!, ¡mala pieza! Pero tú tranquilo, que irás a buscarla al Pilarillo”.

En ese año de la apuesta, no había pasado todavía la fiesta de los Esclavos que comienza el 21 de septiembre. Mi padre aprovechaba la ocasión de la fiesta para traer una orquesta de música para el baile en el bar. Era un riesgo por el cambio de tiempo al final de verano. En esos días, miraba muchas veces al cielo a ver si había alguna nube para lucir mi barco. Mi padre se dio cuenta de ello y me preguntó: “¿qué miras tantas veces al cielo, Antoñín?”. Le respondí: “a ver si hay alguna nube, papa”. Su rostro se sonrojó de repente diciéndome de tonto parriba. Si no echo a correr y me pongo detrás de mi madre, ¡me pega un señor cogotazo! Suerte tuve que pasaron las fiestas sin ninguna novedad atmosférica, porque sino hubiera pagado el pato por las consecuencias económicas que traía un mal tiempo en fiestas de los Esclavos.

Pasaron los días lentamente, tanto que parecía que no fuera a llover nunca más. Comenzó nuevamente el curso escolar y metido en mis cosas del cole. Casi se podría pensar que me había olvidado de la apuesta del barquillo, el cual estaba bien guardado en una caja de zapatos. Parecía un barco en un dique seco esperando su alternativa náutica. De vez en cuando, lo iba a mirar por si a alguno de mis hermanos le daba por cogerlo.

Una mañana llegué al colegio y los comentarios de los compañeros eran sobre el calor que hacía. Un calor pegajoso que auguraba cierto cambio de tiempo. No le di importancia debido a las innumerables veces que nos habíamos equivocado. Llegó el mediodía y los comentarios de los mayores eran sobre que ese calor no traería nada bueno. Fue entonces cuando empecé a mirar una y otra vez en dirección a la sierra. A través de la calina que producía el calor, se estaban dibujando algunas formas de nubes que lentamente iban creciendo.

Mientras esperaba que los pronósticos de los mayores se cumplieran respecto al cambio de tiempo, me fui con mi amigo Miguel al Santocristo para poder ver como se formaban las figuras en el cielo con el movimiento de las nubes. Nos poníamos tumbados boca arriba y nos dejábamos llevar por la imaginación chiquilla que todos llevamos dentro. Castillos, dragones, aviones, caras de monstruos y un sinfín de cosas. Muchas veces exagerábamos las figuras para quedarnos uno por encima del otro. Y allí, imaginando cosas en el cielo, estábamos esperando el desenlace final de la supuesta tormenta.

Realmente no fue una supuesta tormenta. Por la locura de las figuras en movimiento se confirmaba que algo se cocía allí arriba en el cielo. Las figuras comenzaron agruparse como si una mano invisible las reuniera para cumplir un gran propósito.

Miguel y yo nos fuimos del Santocristo a la Llaná para ver más detalles de la tormenta que lentamente se acercaba oscureciendo el cielo por la Cuesta la muela y cerca del cerro Navalmorquin. Desde luego con esa panorámica me empezaron los primeros hormigueos de miedo a la tormenta al verla venir. Ese miedo, en cierta manera, se frenaba por el resultado de la apuesta. Una mezcla de nervios y miedo, difícil de explicar, corría por mi interior.

Un tímido y lejano relámpago se dejo ver por la sierra de la Virgen de la Cabeza. Demasiadas cosas desagradables se veían venir desde allí, por lo cual nos dispusimos a irnos cada uno a su casa, ya que con once años me gustaba más ignorar dicho fenómeno atmosférico. Ya camino de mi casa, la oscuridad de la tormenta se mezcló con el rojo de cielo de la media tarde, y salió un tercer color combinado, un rojo sangre oscuro que me hizo echar a correr.
La fatiga de la carrera delató el miedo que tenía a lo que se aproximaba. Mi abuela Francisca, al verme, me acurrucó en sus brazos y para darme confianza me dijo: “De esta también saldremos con la ayuda del Señor”. Mi abuela tenía un delantal puesto, porque estaba descabezando boquerones para las tapas del bar y olía mucho a pescado, pero no me importaba porque sus abrazos me daban la confianza que en esos momentos tanto necesitaba.

Los truenos eran aún lejanos pero la claridad de los relámpagos me produjo unos retortijones en mi interior que me eran difíciles de dominar. Mi madre, mi abuela y mis hermanos, todos en torno a la mesa, empezamos a cantar coritos y a leer la Biblia para pedirle a Dios que nos protegiera. No sabría describir los detalles de la tormenta en ese momento, pero sí mi miedo y mis ganas de ir al baño, pero que no fui por miedo a quedarme solo y me las apañé cruzando las piernas.

La tormenta fue larga en miedo y en tiempo, solo decir que al principio sentíamos sobre las tejas del tejado unos ruidos de golpes por los granizos que caían fuertemente. A través de la ventana, bolas redondas de hielo como huevos de perdiz golpeaban sobre el suelo haciendo un gran ruido. Fue lo último que vi, porque me abracé a mi madre, no queriendo saber nada y esperar a que pasara rápido. Nos faltó repertorio de canciones y lectura por lo que mi madre nos hizo repetir varias canciones para tenernos distraídos en nuestro temor, ya que la tormenta se hizo esperar en su marcha. De los granizos se pasó a la lluvia, una cortina de agua caía violentamente sobre el pueblo y durante bastante tiempo.

Eso era lo que sentía porque yo no miraba a ningún sitio, ni quería sentir nada de nada. Llegó a tal mi indiferencia hacia la nube para protegerme del miedo, por lo que mi amigo Miguel vino a llamar a mi puerta casi al finalizar la misma, para la esperada apuesta sacándome de mi indiferencia para protegerme del miedo. Aún daba los últimos coletazos la tormenta cuando mis contrincantes de apuesta estaban esperándome en la puerta de mi casa. Mi abuela, contrariada por mi cambio de actitud me pregunto si es que iba al lavabo, yo le dije que sí, porque no se hubiera creído la verdad. El que un miedoso de tormentas como yo saliera cuando estaba dando algunos relámpagos una tormenta era difícil de creer para ella.

Fuimos rápidamente a entregar las bolas a los testigos ya que la tarde estaba declinando. Yo escogí las más feas por miedo a perderlas. Saqué mi precioso barco de la caja de zapatos rápidamente, para aprovechar el poco tiempo que quedaba de luz.

Al salir de mi casa ignoraba el agua que bajaba por la calle y hubo un momento que quería echarme atrás por causa de la cantidad de la misma, pero el otro zagal me dijo que era un cagao delante de los testigos y tuve que aguantarme, por miedo al ridículo y los posteriores comentarios a los demás chiquillos en el recreo. En esa tarde recuerdo que en la calle no había muchos niños por el peligro del caudal de agua pero nosotros por la dichosa apuesta o por no quedar por un cacao, decidimos hacerla. Yo la hice obligado porque ¡tenía un miedo a la cantidad de agua que bajaba por Quintana! Una apuesta en Baños de la Encina no es cualquier cosa. Es prestigio, es autoridad sobre los otros zagales, pero también es risa y pérdida de respeto de los demás niños.

Al mostrarnos los artilugios navieros para la apuesta, me quedé de piedra al ver el barquillo de mi contrincante. Un barco precioso que yo no hubiera sacado jamás en una tarde como aquella de agua.
Empezamos muy mal la carrera porque le dije que era un fullero porque él era muy tonto para hacer un barco tan bueno y que algún hermano le ayudó a montarlo.
- ¿Antoñín, te quieres echar atrás y perder la apuesta?
- No - Asistí yo con mala leche por el engaño.

Nos dispusimos a dejar los barcos suavemente en el agua, delante de los testigos, pero la fuerza del caudal arrastró en un momento a los mismos. Todos nosotros corrimos calle abajo salpicándonos unos a otros. Suerte tuve de haberme puesto mis katiuskas, un casaco viejo de mi hermano mayor y también una especie de chubasquero de persislar viejo, que tenía para la rebusca.

¡Bueno! El barco del contrario adelantó sobradamente al mío por la gran superioridad técnica que tenia Pero a la altura del quiosco, el gran caudal que bajaba del Santocristo juntándose con el de la calle Ancha nos arrastró a todos nosotros al suelo inconscientes chiquillos. Todos se incorporaron como pudieron. Yo, pude hacerlo gracias a un hombre que me cogió de un brazo y evitó una desgracia. Aún escupiendo agua con barro me incorporé sin parar de toser y desconcertado por la caída y por la abultada bebida de agua.
- Nenes - nos dijo a todos – a parte de tontos ¡sois unos locos de remate! ¿No veis que vais a tener más problemas con este río de agua? ¿No podéis dejarlo para otro momento? Antoñín- sentenció el hombre - ya se lo diré a tu padre.

Decir eso en Baños es paliza segura, pero al momento no me preocupó mucho porque eché a correr calle abajo salteando el agua como bien pude.

El barco de mi contrincante iba mucho más avanzado cuando mi barco pasaba por la casa de José el municipal. El contrario estaba ya por el cuartel de la Guardia Civil porque era mejor que el mío y casi daba por perdida la apuesta, pero a la altura del quiosco del chinito vi a lo lejos una represa. Suerte tuve, porque a la altura de la tienda de Pacovalle, esquina del horno del serio, unos niños estaban construyendo una represa que desvió su barco en dirección al mercado de abastos. En ese momento, yo cogí el mío y lo desvié en dirección a la plaza según la apuesta. Mi contrincante, al tener que buscar su barco, perdió tiempo para incorporarse al recorrido y quiso avanzar más rápido pegando patadas al agua que estaba al lado de su barco para que fuera más rápido. La represa de los niños hizo perder fuerza la corriente del agua hacia la plaza.

Mi barquillo estaba por la lonja de la iglesia de San Mateo y él se acercaba por la casa de Cecilia, la que hacia unas zarzaparrillas buenísimas y su hijo Salvador era zapatero en el pueblo. A base de patadas se iba acercando al mío y le dije que era un fullero haciendo eso y se calló sabedor de la fullería. Cuando pasaba por la tienda de María, la Columpia, bajaba del callejón del pilar otra corriente de agua que ayudó a mi barco a avanzarse con rapidez. Bueno, lo que quedaba de él, ya que solamente se veía una albarca y un trozo de corcho. No me creía lo que estaba pasando porque llevaba cierta distancia a mi contrario y había posibilidades de ganar. Parecía una casualidad, pero en la tienda de Simón había en la cartelera de cine que tenía en su tienda unos fotogramas de una película de piratas que aumento, más si cabe, mis ansias de ganar. Me sentía supercontento por los acontecimientos y esperando poder llegar el primero para poder disfrutar los privilegios del ganador.

Ser ganador era el todo para mí en ese momento, un sentimiento difícil de explicar después de tantos años. Me parecía un sentimiento de superioridad sobre el contrario fullero. En el recreo saldría el tema de la apuesta, por boca de los testigos, siempre se aumentan los acontecimientos para el bien del ganador y en perjuicio del perdedor pero…, cuando estaba pasando por la plazuela, casi llegando a la esquina que daba a la última recta definitiva a la altura de la casa de Ortega, mi pequeño barquillo fue engullido por una tragona. Intenté cogerlo metiendo el brazo entre las rejas pero fue imposible rescatarlo. Yo lo intenté con todas mis fuerzas sacarlo pero me fue imposible. Todo se desvaneció como una niebla, un castillo de ilusiones esfumadas en un momento por esa puñetera tragona. Mi concentración se centraba en mi pena mientras insistía en sacar mi pobre barquillo con lágrimas en los ojos e incapaz ante esta adversidad.

Tanta espera, noches en vela por los nervios de la tormenta, buscando por los estercoleros del pueblo, en buscar el material, trabajo y allí estaban mis ilusiones engullidas por una tragona. Yo estaba en mis tristes cosas, cuando la sonrisa y la burla de mi contrincante me hicieron salir de ese sordo interno que tenía en mi tristeza y pena. Mi contrincante me adelantó y yo casi daba la apuesta por perdida, pero antes de llegar a la casa de Mariano, el de la pava, su barco se golpeó violentamente contra una rama de quinino que había arrastrado la riada y se deshizo en pedazos los cuales desaparecieron en un momento. Tampoco llegó él al final de la apuesta, por lo tanto tampoco la ganó.

Se acercó muy contento hacia el testigo a pedirle las bolas de la apuesta, porque decía que había ganado. El testigo dijo que él tampoco había ganado porque ninguno de los dos barcos había llegado a la meta. Por supuesto el testigo tenía razón y al decírselo yo, él con cara de cabreao, me untó la oreja, yo me ofendí muchísimo y le di una patada en la espinilla. Los testigos nos separaron de los tortazos que nos pegamos. Mi contrincante lanzó dos escupitinajos al suelo diciendo:
- Esta es tu madre - indicando uno de los escupitinajos - y el otro es la mía.

El salivajo que indicaba a mi madre lo pisoteó violentamente. Me entró un no sé qué, dándome unas fuerzas que yo no tenia, y le di un puñetazo en toda la nariz. Eché a correr huyendo de la quema pero él cogió un ripio de un ladrillo y lanzándolo contra mí, me hizo un aporreón en la cabeza haciéndome sangre. Fue un verdadero desastre porque con el fulgor de la carrera no nos dimos cuenta de que se acercaba otra nube dando los primeros relámpagos y empezó a llover de nuevo violentamente.

En mi carrera hacia mi casa por miedo al chiquillo y a la tormenta, porque vi que le sangraba la nariz, los relámpagos, truenos y la lluvia abundante me pusieron aún más nervioso y tropecé sollándome la rodilla.

Cuando llegué a la casa de tejidos Juanito, en la plazuela, me desvié en dirección a casa de Ana la de teléfonos, para atajar por el cotanillo y despistar al chiquillo que me perseguía. El recorrido se me hizo larguísimo por la cantidad de relámpagos que tuve que ver y los sordos truenos que tuve que sentir.

Cuando llegué a mi casa mi madre me vio chorreando, tosiendo y tiritando de frío. Primero me abrazó apretándome hacia su cintura, pero luego me dio unos buenos chorreaos. No me dolieron porque sabia que me los merecía y estaba preocupada por mi, y es que mi madre me quiere mucho.

Hay una pregunta que queda por responder: ¿Qué fueron de las bolas? El que las llevaba en sus bolsillos, cuando nos tiró el agua a todos por el quiosco de Doroteo, perdió todas las bolas pero se calló por miedo a una paliza y siguió el juego pero sin premio. Yo gané un buen aporreón, una bolladura, unos buenos alpargatazos y varios días con resfriado.

Vinieron días de lluvia y de oportunidad para otras tardes de barquillos pero yo no pude salir. Primero, porque mi madre me preparó un remedio casero para mi resfriado, una olla llena de agua hirviendo con hojas de eucalipto. Yo debía taparme con una toalla absorbiendo el vaho para mi curación y de vez en cuando, cuando me quitaba la toalla por lo pesado que era respirar ese mejunje, algún que otro coscorrón esperando con paciencia a mi mejoría y a que a la memoria de mi madre se le fuera olvidando mi fechoría.

¡Qué tardes aquellas! La culpa creo yo que la tenia el cine del chinito y el del columpio, con aquellas películas de corsarios donde la aventura era el motor de nuestra fantasía. Aquellos barcos lanzados a la aventura y a buscar tesoros por doquier, hombres curtidos por el sol, valientes con sus fuertes brazos tatuados con una preciosa sirena, dignos de imitar y la mejor manera era construir y navegar como ellos.

Aun después de tantos años cuando se oscurece el cielo por encima de Baños de la Encina y hay alguna que otra tormenta, me vienen estos recuerdos de la niñez. Me viene el ruido del agua bajando las calles del pueblo y la chiquillería gritando de alegría con sus artilugios. Unos barcos mejores que otros .Niños formando represas que se rompían con la fuerza del agua, pero ellos insistían en volver a empezar en hacer otra nueva hasta conseguir retener el máximo de agua hasta que rompiera por la gran cantidad de agua retenida. Todos teníamos una cosa en común que nos igualaba, la ilusión y la imaginación de ver las cosas que los mayores no son capaces de ver. Hay que ser niños para entenderlo.
Razón tenía Don Miguel de Unamuno cuando dijo “No sé como puede vivir quien no lleve a flor de alma los recuerdos de su niñez”.

FIN


sábado, 4 de septiembre de 2010

TEJIDO DE RECUERDOS

 
I

La siega toca a su fin.
Hombres y máquinas afanan la dulce espiga, pan eterno, liturgia de los pobres. Duerme la tierra durante la cosecha. Muere Julio de la mano de mi hermano. Muere el dorado pelo, duerme el gesto cansado. El aire duele. Me abrazo a sus pies y grito, grito a los campos que vengan con bocanadas de aire, pozos de agua fresca, velos que cubran mi espanto y que traigan también llanto, mucho llanto.
Desde la ventana de un hospital, observo el trajín de los hombres y mujeres un día cualquiera de un mes caluroso. El sol araña la luz de tal manera, que el aire parece una cortina desgarrada.
En la habitación hace frío, mucho frío. Estoy helada, encogida, tensa, triste… Me asalta el temor de lo que ven mis ojos y la certeza de lo sabido: mi hermano, perdido entre sábanas pálidas, agoniza como un pajarillo caído del nido. Su enfermedad extrema es la caída hacia el abismo de la muerte a la cual no puede ya burlar…
Miro por la ventana y la vida sigue… sigue su ritmo ajena a la aflicción que nos causa en el corazón la pena tan grande de ver a un hermano sin aliento de vida. Mi madre y mis hermanos apenas se mueven de su lado, conmovidos por el desenlace. Yo estoy algo más alejada que ellos. La ventana es mi puerta de salida, una manera de huir permaneciendo dentro, necesito dar a mis ojos una tregua, un freno a los sentimientos que me desbordan; no quiero ver el ocaso de una vida que es parte de la mía.
Dejo de mirar por la ventana y me acerco a su lado.
Lo veo cogido de la mano de mi madre y con los ojos cerrados como en una ensoñación, y con la voz de quien no tiene fuerzas, voz abatida, le habla de Baños, su pueblo, nuestro pueblo: El Santo Cristo, la calle Mestanza, La Llaná, Las Colas, el Castillo y sus almenas… En ese instante, los paisajes, los lugares amados acuden a socorrernos: evocan un sentimiento antiguo, tan profundo, que nos deja a todos un nudo en la garganta. Cada paraje nombrado nos apremia, nos mueve a reconstruir, a revivir aquella casa que fuimos: calor, risas, trabajo y honradez.
Mi madre recoge una a una las palabras de su hijo como el fruto más preciado y con lágrimas de dolor enciende una luz de ilusión, una pequeña llama que mantenga viva la mínima esperanza. Como si soñar aún fuera posible, sacando fuerzas de flaqueza, le dice a su hijo con ternura:
- Ya verás nene, cuando te pongas bueno, iremos a Baños. Hablaré con la prima y que nos busque una casa por el Santo Cristo. Una casa regular de grande con su patio lleno de macetas. Ya verás cuando vengan tus hermanos a vernos, qué envidia les vamos a dar. Tendremos un gato parecido a aquel blanco y rubio, ¿te acuerdas? ¡Anda que no era ladrón! Cuando hacíamos la matanza lo teníamos que atar. ¿Te acuerdas de Felipe? Ya verás qué agustico estaremos hijo, pero agustico de verdad. Anda que no escribirás cosas bonitas del campo, de aquellos cielos tan hermosos, con lo bien que se te da escribir. Y a lo mejor te juntas con alguien que le guste la guitarra como a ti. Bueno y tienes que terminar la novela que empezaste hace un siglo…Pero ante todo hijo mío, tienes que ponerte bueno.

II

“Baños de la Encina huele a tomillo y a romero…”
Cantábamos los hermanos cuando nos reuníamos para una ocasión festiva. Entre algazara y risas cada uno desafinaba a su manera y cantábamos una y otra y otra vez Baños de la Encina huele a tomillo y a romero y mientras cantábamos, sentíamos olor a infancia, a promesa, a pan recién horneado, a leyendas de voces antiguas, a historias de piedra de sol.
Y de aquella melodía nacían alas en el corazón y volábamos como aves que regresan de nuevo al calor de su tierra.
Una letra, una música, nos trae los ecos de lo que fuimos y tal vez seguimos siendo porque el lugar que nos vio nacer dejó una imprenta en el alma; en esa tierra hemos reído, hemos soñado, nos hemos enjugado las lágrimas; esa tierra escuchó nuestras primeras palabras, nuestros sentidos se llenaron de todo cuanto percibimos y todo ello pervive en nuestro ser. Y cuando te preguntan de dónde eres, renace la imagen del lugar que recogió tu primer llanto.
Mi hermano sabía muy bien decir de dónde era.
- Mi pueblo se llama Baños de la Encina, es un pueblo de Jaén, entre la sierra y los olivares. Allí, debajo de un castillo moro, las colas del Guadalquivir entran por los montes redondos y secos…como arterias redondas, casi estancadas.
Cuántas veces, cuántas recordaría a su pueblo, cuán adentro de su corazón lo llevaría que en su lecho de muerte, lo nombraba, lo recordaba…y vino su pueblo a cobijarlo en esa habitación de hospital, tan fría.

III

Mi hermano tenía tres nombres y tres madres.
Su madrina, mi tía, le pidió con gran sentimiento a mi madre, que le permitiera ponerle los nombres de los tres hermanos que desaparecieron durante la guerra civil española. Mi madre dijo que sí, pues se hacía cargo de la pena tan grande que tiene que ser perder a tres hermanos y no saber nada de ellos, ni siquiera poder decir, aquí o allí están enterrados. Mi tía, muy agradecida, se sintió feliz, pues mi madre le daba la oportunidad de que no se borraran de sus labios los nombres de sus hermanos José, Joaquín y Jaime, tan tristemente desaparecidos.
Mi hermano llevaba con orgullo los tres nombres, pues los demás teníamos uno o dos como mucho. Cuando le preguntaban cómo te llamas, él decía de carrerilla José Joaquín Jaime; a veces se equivocaba, se le trababa la lengua y lleno de vergüenza, lo veías de pronto colorado como un tomate. A pesar de que era gracioso verlo en esas dificultades, alguno de mis hermanos mayores, no recuerdo quién de ellos, empezó a llamarlo Pepe. Y de esta manera en casa, todos le llamábamos así. En la adolescencia, ya en tierras lejanas, los nuevos amigos y conocidos le llamaban Joaquín.
Mi hermano Pepe llamaba mama, no sólo a su madre; también a mi abuela y a mí. De esta manera siempre, siempre, tenía en los labios la palabra que más veces pronuncia el ser humano: madre, mama…
A las tres nos tenía cautivadas este niño chico, rubillo y flaco. Siempre cogido de las sayas de mi abuela, del mandil de mi madre o de mi falda. Mi abuela le decía pollico, pues acostumbrada a verlos recién nacidos en el corral, con su interminable piar y tan tiernos, le costaba muy poco ver en mi hermano a uno de sus pollicos. Él aceptaba con gusto que mi abuela lo llamara así porque era una manera de sentirse protegido y querido por ella.
Yo me encargaba de mecerlo en el árbol, de contarle cuentos, de regañarle para que comiera, de dejarle un sitio en mi cama cuando se despertaba por la noche, de lavarle las rodillas cuando se caía, de arreglarlo los domingos y de todas aquellas labores que me correspondían como hermana mayor. Recuerdo que una vez le hice una camisa y en el bolsillo le quise bordar un detalle, al preguntarle qué le gustaría, me dijo:” ¡Yo quiero un timón, un timón de un barco para cuando sea marinero!”. Y así fue, en su camisa verde limón, destacaba un precioso timón hecho a punto de cruz para mi marinero. Con los años y lejos de nuestro pueblo, recordábamos con emoción esa camisa que permanecía en su recuerdo de infancia, como un galardón.
Pepe era un chiquillo tímido y de poco apetito a diferencia del resto de hermanos que éramos un peligro en una matanza… como el gato, por eso decía mi madre: “me comen por los pies”.
Era de esos críos que se entretienen con poca cosa, es decir, imaginativos. No le gustaba jugar demasiado con los niños de su edad, iba de los párvulos a casa y de vez en cuando se paraba a coger bichos, lagartijas y renacuajos para alimentar a los pájaros que teníamos en casa, también solía hacer nidos para dar cobijo a algún pajarillo huérfano. Muchas veces lo sorprendía embobado siguiendo el vuelo de una mariposa y en el tiempo de la siega, daba gusto verlo montado en el trillo gritando de alegría.
Así transcurrió su primera infancia: entre el ajetreo de los hermanos mayores, la escuela, los pájaros, sus tres madres y sus tres nombres.

IV

A la edad de siete años su vida sufrió un cambio.
Mis padres decidieron internarlo en un colegio de Madrid para que estudiara y el día de mañana tuviera mejor futuro que el que ellos habían tenido.
-El estudio le servirá para hacerse un porvenir -decían mis padres como todos los padres que desean lo mejor para sus hijos. Esta decisión supuso para mi hermano un cambio dramático en su vida pues lo alejaba de su medio natural y afectivo en aras de un futuro que, siendo tan niño, aún no tenía capacidad para valorar. Atrás quedaba todo ese mundo mágico que su entorno y su imaginación creaban y atrás también quedaban sus afectos más esenciales: sus padres y hermanos.
Cuando regresaba a Baños por las vacaciones no había manera de que saliera a jugar. Se pasaba la mayor parte del día en casa, en el escalón de la puerta o en el patio.
- ¡Ay, qué cocinica es este chiquillo!- decía mi madre para provocarlo a que saliera con los críos de su edad -. Anda, sal un ratico nene.
- ¡Cómo voy a salir, si he venido para estar contigo!- respondía con todas las de la ley.
Mi madre sonreía al referirle a mi padre la contestación tan redicha del niño.
En esta edad mi hermano sólo llamaba mama a su madre y no se separaba de ella ni un instante; necesitaba llenarse de su presencia, de su cariño, escuchar sus canciones, observarla trajinando de aquí para allá. Una a una, recogía todas esas vivencias que lo confortarían en los días de añoranza lejos de Baños.
Mi familia también sufrió la nostalgia de su pueblo. Mis padres y hermanos se vieron obligados a trasladarse a otra tierra, un lugar lejos de esos cielos de arreboles, del sembrado y la espera del trigo, del abrazo del amigo, de los frutos de la tierra… Sin embargo, la tierra no daba para llevar a la mesa el pan que alimenta nuestra existencia.
Fueron tiempos donde algunas familias, tuvieron que iniciar un vuelo forzoso hacia otros cielos extraños, pero que ofrecían la posibilidad de una ocupación remunerada y permitía cubrir las necesidades más primarias.
La vida en aquella tierra lejana, iba tejiendo recuerdos y añoranzas, uniendo, de una manera singular, las vivencias de Baños arraigadas en el corazón y las nuevas experiencias, los nuevos paisajes que se abrían a sus ojos y que negaban por no ser los lugares anhelados.
Parecía que la vida transcurría a la espera de una voz que dijera: Volved. Es tiempo de regresar.

V

Nueve hermanos como los nueve planetas.
Mi hermano Pepe era el antepenúltimo. Nació en la temporada de la aceituna. Mi madre aconsejada por el médico del pueblo dio a luz en Jaén para evitar posibles complicaciones en el parto. Este hecho también le daba cierto aire distinguido, pues sólo él podía decir que había nacido en un hospital.
Mi padre me llevó a Jaén a verlo. Estaba en un moisés con lunares azules y cuando abrió los ojos éstos parecían hacer juego con el moisés.
Feliz con su niño de ojillos como lunares azules, feliz de tener uno más, pues Dios nos ayudará como hasta hoy; mi madre descansaba de las muchas obligaciones de la casa y disfrutaba en todo momento de su nueva criatura.
Ahora ella inclina su cabeza conteniendo el llanto desgarrado para no perturbar el silencio que precede a la muerte. Quién le iba a decir que no sólo daría cuna a su hijo, sino también sepultura. Ahora ella, anegada de luto, pide a Dios fuerzas como nunca las había pedido; fuerzas para recomponer su corazón destrozado por la muerte de su hijo. “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”.
La siega toca a su fin. Me acerco de nuevo a la ventana y ya no miro el movimiento de la calle. Mis ojos van más allá, miran más allá de esta geografía; mi pensamiento vuela con ímpetu hacia Baños de la Encina y se detiene en el campanario de la iglesia de San Mateo. Las campanas tocan festivas a bautizo, a romería, a Domingo de Resurrección. Quiero que los latidos de las campanas llenen de vida esta habitación, que me llamen para volver a mi pueblo y que mi hermano me enseñe su casa del Santo Cristo. Que me enseñe canciones de ronda, que me refiera cuánto le gusta la bañusca que vive por la calle Mestanza. Y me hable de la sierra, de las almenas del castillo que en la noche celan nuestros sueños…
Que su voz sea una dulce melodía en mi recuerdo, un acorde que despierte los lugares amados que duermen en mi corazón.