lunes, 11 de octubre de 2010

TARDE DE BARQUILLOS, por Manuel Sampedro Frutos. Accésit Certamen de Relato Corto de Baños de la Encina


¡Baños de la Encina! Tierra de tomillo y romero, donde el respirar su aroma es un privilegio para el que vive en él, pero también para el visitante.
¡Baños de la Encina! Donde su mar de olivos te hace sentir andaluz por los cuatro costados.
¡Baños de la Encina! Tierra de conquistadores y constructores de represas, donde no tenemos nada que envidiar a los extremeños, conquistadores de nuevos mundos por excelencia.

Da la impresión de que me he salido del guión poético que llevaba en cuanto a las excelencias de Baños de la Encina, cuando hacía referencia a tierra de conquistadores y constructores de represa. Cualquiera que esté leyendo, pensará que es una exageración. Para aclarar este supuesto malentendido, me voy a explicar y presentaré defensas respecto a lo anteriormente escrito.

Quien lea esta historia y tenga más de cincuenta años, verá como verdad el que yo diga que en Baños de la Encina, en la década de los sesenta, llovía bastante más que ahora. Me refiero a las tormentas que había al finales de verano y bien entrado en el otoño. Eso sí, sin restarle importancia a la lluvia calaera que había en diciembre y enero, cayendo durante varios días esa lluvia fina y pertinaz.

Mi historia se centra en ese periodo de finales de verano, caracterizado por tiempo de tormentas y cambios meteorológicos. En ese periodo venían, a veces, tormentas de la sierra de Andujar que asustaban a cualquiera. Recuerdo una expresión que se repetía a menudo a finales de verano, “esta tormenta viene de la Virgen de la Cabeza”, indicando que procedía de la sierra. Era una forma de diferenciarla de aquellas que procedían de la Mancha, que normalmente eran más secas y con abundante aparato eléctrico. Parecía que asustaban menos. Estas que procedían de la Virgen, traían gran abundancia de rayos y truenos, acompañadas de mucha agua.

A lo lejos se veía la oscuridad que se iba acercando al pueblo. Nubes preñadas de agua y escuchando el ruido del trueno después de un haz de luz producido por el relámpago. Todo ello hacía sentir a casi todo el pueblo, excluyendo a ese grupo valiente que no se asusta por estos acontecimientos, un miedo escénico diciendo unos: “esta nube va a ser muy mala, que la Virgen de la Encina nos proteja” y otros, sin embargo, le restaban importancia.

Las grandes gotas de agua caían sobre el pueblo, era la avanzadilla del gran festín atmosférico que nos esperaba. Recuerdo que empezaba con un gran remolino de viento violento, llenando las calles de polvo, papeles y hojas secas levantándolas a cierta altura. Grandes relámpagos y truenos te hacían ver que la tormenta ya estaba sobre el pueblo. Quince o veinte minutos interminables te hacían sentir pequeño e indefenso ante la naturaleza.
En el primer gran relámpago, el pueblo se quedaba a oscuras por falta de buenas instalaciones, algo normal en esos tiempos. La falta de luz en los hogares multiplicaba el efecto de los relámpagos, y a la vez el miedo. Uno no sabía como quitárselo de encima.

Mi madre nos reunía en torno a la mesa con mis hermanos y mi abuela Francisca. Con ellas, cogiéndonos de las manos, cantábamos coritos de la iglesia y leíamos en la Biblia el Salmo 23. De esta manera teníamos un mayor contentamiento en Dios, sabiendo que Él nos protegería de la tormenta.

Yo tenía otro truco. Cuando mi madre y mi abuela tenían trabajo, y no estaban por la labor, me ponía debajo de la cama porque así se escuchaba menos el trueno. El relámpago me daba igual porque me ponía pegado a la pared y no veía la luz del mismo. Sin embargo, el eco del trueno se hacía interminable para mí.

Poco a poco iba disminuyendo la fuerza de la nube, el ruido del trueno se sentía más lejano y distanciado. La lluvia iba cediendo en intensidad. Los más atrevidos salían de sus casas poniéndose debajo de la puerta de la entrada haciendo comentarios sobre algunas ramas de árbol rotas, macetas caídas de algún balcón, tejas rotas por causa del viento,… ¿De goteras? A veces faltaban cacerolas para que las casas no se encharcaran por culpa de las mismas.

En esos momentos, cuando los más atrevidos salían a hacer sus comentarios, la chiquillería, conocedora de la orografía del pueblo que da las condiciones para las embarcaciones de los jóvenes bañuscos, salía con sus utilajes navieros fabricados durante las largas siestas de verano, que por cierto, a los niños se nos hacían interminables. Suerte que a veces se rompía la siesta con un baño en las colas de abajo, pero a la vuelta había algún que otro alpargatazo por parte de nuestras madres por desobedientes.

Después de la tormenta hay unos momentos mágicos donde el agua, que se había concentrado en la parte alta del pueblo, empieza a descender y en unos minutos empieza a salir de la nada un río navegable para la imaginación de la infancia.

Al salir aquella tarde del bar de mis padres, desde la puerta veía venir un río de agua por la calle ancha, Calle Francisco Contreras, o sea, por la casa de Cebollo, Encina, Quintana…, que me hizo sonreír de alegría por la gran oportunidad de lucir mi barco, hecho con una caña de escoba, de la que mi madre piensa que se rompió barriendo el bar. Esa escoba reunía las condiciones para ser un buen barco, y era una pena que perdiera sus cualidades fluviales barriendo un bar de pueblo, por lo tanto la liberé rompiéndola por la mitad y buscando en uno de sus mejores nudos una gran canoa.
Me dispuse con mis botas katiuskas, sin forro, que tenía para la rebusca de la aceituna, y cogiendo mi canoa, ilusionado por la que sería una gran tarde de navegación. Otros chiquillos empezaban también a hacer represas para aumentar el caudal de agua en la calle, las cuales en ocasiones se rompían y formaban una gran riada. ¡Era divertido verlo!

Al echar mi canoa al agua, con toda preocupación por el miedo a perderla, ya empecé mal porque el agua me rebosó las botas. Como pude, estuve viendo como mi gran barquillo iba tembloroso por el agua como con miedo a su primer viaje aventurero. Las botas llenas de agua y mis pies dentro de ellas producían un chof, chof, que se oía bastante bien.

Iba calle abajo metido en mis cosas, disfrutando de este viaje fluvial, cuando llegué a la altura del quiosco de Doroteo. El caudal de agua de la calle por la que yo venía se unió al caudal que venía de la calle del Santo Cristo, creando un choque de aguas entre ambas calles. En mi preocupación por el resultado de ese choque de aguas para mi barquillo, un borrico de las casas baratas, controlando su barco, no se dio cuenta de mi precioso artilugio naval y lo aplastó. ¡Sí, lo aplastó! ¡El muy tonto leche!, como yo le dije al muy animal por no haberlo visto.

El pobre barquillo, al igual que Cenicienta, se volvió de un gran barco a un trozo de caña de escoba maltrecho. Le volví a decir tontorrón y él me contestó que “pa tonto yo”, que no supe controlar el mío. “¡Tú que sabes!”, volvió a decirme mientras me echaba agua con una lata vieja. Yo le dije “tu barco es un petardo y se hunde”, riéndome de él. Sería largo de contar la lista de insultos que nos empezamos a decir el uno y el otro, hasta que llegó otro chiquillo salvándonos a los dos de una pelea segura, diciéndonos: “¿Qué os parece si hacemos una apuesta de cuatro bolas de china al que llegue antes a la pava de Mariano con su barco en la próxima nube?”. Los dos asentimos a la apuesta con cara de cabreaos.

Los niños de Baños éramos muy dados a las apuestas. Apostábamos por cualquier cosa, en el billar de Manolo, claro está que quien pierde paga, a los cromos por una carrera del recorrido de una calle, a cruzar las colas, diciendo: ¡A ver quién va solo al pilar de la Encantá! No siempre éramos justos, más bien un poco fulleros por no pagar y decíamos que el término de la apuesta no era así.

El recorrido que debían hacer nuestros navieros, según las reglas de nuestra apuesta, era pasar la calle ancha, quiosco de Doroteo, carril abajo, la tienda de Paco Valle, la plaza abajo hacia la tienda de María la Columpia, la curva de la casa de Ortega, la plazuela hasta el final de la calle, llegando a la Pava, y el mismo caudal nos llevaría al Moral y seguiría hasta el Ruedo.

¿Quién lo diría? Un cagao de miedo por las nubes como era yo, mirando hacia la sierra de Andujar a la espera de un gran nubarrón que se acercara dejando un gran chaparrón.

Durante la espera, empecé a investigar los materiales para construir un gran barquillo. O sea, zapatos de mujer por su corcho, cajas de fruta por su madera, latas grandes de tomate, y un gran etcétera que sería largo de contar. Para encontrar la solución a este gran problema fui a buscar al estercolero que había debajo del castillo. Entre los materiales de deshecho que había encontré una gran suela de albarca y un gran corcho. Fue lo más sobresaliente que había, pero con estos materiales vino a mi cabeza una buena idea. Se me ocurrió hacer cuatro agujeros al albarca con una navaja que le quité a mi padre. En ellos, metí trozos de corcho a presión. El corcho era mucho más ancho que la suela, parecía que el barco tuviese una especie de baranda. Bajo la suela, en el centro, metí unos plomos de caña de pescar, para que el peso del mismo no volcase el barquillo. Puse una vareta de un paraguas viejo para que hiciera de mástil, pero me pareció que uno era poca cosa y añadí dos más unidas con una guita. Clavé las varetas en el centro de la suela y quedaba muy bien.

Para hacer la prueba, metí el barquillo en un barreño lleno de agua que tenía para lavar mi madre. Cuando me vio usando toda el agua para probar un barco, o sea, una albarca de un estercolero, ¡me pilló descuidao, sino no me coge! ¡Qué tirón de orejas! Me dijo: “¡Con la sequía que hay y tú tirando el agua!, ¡mala pieza! Pero tú tranquilo, que irás a buscarla al Pilarillo”.

En ese año de la apuesta, no había pasado todavía la fiesta de los Esclavos que comienza el 21 de septiembre. Mi padre aprovechaba la ocasión de la fiesta para traer una orquesta de música para el baile en el bar. Era un riesgo por el cambio de tiempo al final de verano. En esos días, miraba muchas veces al cielo a ver si había alguna nube para lucir mi barco. Mi padre se dio cuenta de ello y me preguntó: “¿qué miras tantas veces al cielo, Antoñín?”. Le respondí: “a ver si hay alguna nube, papa”. Su rostro se sonrojó de repente diciéndome de tonto parriba. Si no echo a correr y me pongo detrás de mi madre, ¡me pega un señor cogotazo! Suerte tuve que pasaron las fiestas sin ninguna novedad atmosférica, porque sino hubiera pagado el pato por las consecuencias económicas que traía un mal tiempo en fiestas de los Esclavos.

Pasaron los días lentamente, tanto que parecía que no fuera a llover nunca más. Comenzó nuevamente el curso escolar y metido en mis cosas del cole. Casi se podría pensar que me había olvidado de la apuesta del barquillo, el cual estaba bien guardado en una caja de zapatos. Parecía un barco en un dique seco esperando su alternativa náutica. De vez en cuando, lo iba a mirar por si a alguno de mis hermanos le daba por cogerlo.

Una mañana llegué al colegio y los comentarios de los compañeros eran sobre el calor que hacía. Un calor pegajoso que auguraba cierto cambio de tiempo. No le di importancia debido a las innumerables veces que nos habíamos equivocado. Llegó el mediodía y los comentarios de los mayores eran sobre que ese calor no traería nada bueno. Fue entonces cuando empecé a mirar una y otra vez en dirección a la sierra. A través de la calina que producía el calor, se estaban dibujando algunas formas de nubes que lentamente iban creciendo.

Mientras esperaba que los pronósticos de los mayores se cumplieran respecto al cambio de tiempo, me fui con mi amigo Miguel al Santocristo para poder ver como se formaban las figuras en el cielo con el movimiento de las nubes. Nos poníamos tumbados boca arriba y nos dejábamos llevar por la imaginación chiquilla que todos llevamos dentro. Castillos, dragones, aviones, caras de monstruos y un sinfín de cosas. Muchas veces exagerábamos las figuras para quedarnos uno por encima del otro. Y allí, imaginando cosas en el cielo, estábamos esperando el desenlace final de la supuesta tormenta.

Realmente no fue una supuesta tormenta. Por la locura de las figuras en movimiento se confirmaba que algo se cocía allí arriba en el cielo. Las figuras comenzaron agruparse como si una mano invisible las reuniera para cumplir un gran propósito.

Miguel y yo nos fuimos del Santocristo a la Llaná para ver más detalles de la tormenta que lentamente se acercaba oscureciendo el cielo por la Cuesta la muela y cerca del cerro Navalmorquin. Desde luego con esa panorámica me empezaron los primeros hormigueos de miedo a la tormenta al verla venir. Ese miedo, en cierta manera, se frenaba por el resultado de la apuesta. Una mezcla de nervios y miedo, difícil de explicar, corría por mi interior.

Un tímido y lejano relámpago se dejo ver por la sierra de la Virgen de la Cabeza. Demasiadas cosas desagradables se veían venir desde allí, por lo cual nos dispusimos a irnos cada uno a su casa, ya que con once años me gustaba más ignorar dicho fenómeno atmosférico. Ya camino de mi casa, la oscuridad de la tormenta se mezcló con el rojo de cielo de la media tarde, y salió un tercer color combinado, un rojo sangre oscuro que me hizo echar a correr.
La fatiga de la carrera delató el miedo que tenía a lo que se aproximaba. Mi abuela Francisca, al verme, me acurrucó en sus brazos y para darme confianza me dijo: “De esta también saldremos con la ayuda del Señor”. Mi abuela tenía un delantal puesto, porque estaba descabezando boquerones para las tapas del bar y olía mucho a pescado, pero no me importaba porque sus abrazos me daban la confianza que en esos momentos tanto necesitaba.

Los truenos eran aún lejanos pero la claridad de los relámpagos me produjo unos retortijones en mi interior que me eran difíciles de dominar. Mi madre, mi abuela y mis hermanos, todos en torno a la mesa, empezamos a cantar coritos y a leer la Biblia para pedirle a Dios que nos protegiera. No sabría describir los detalles de la tormenta en ese momento, pero sí mi miedo y mis ganas de ir al baño, pero que no fui por miedo a quedarme solo y me las apañé cruzando las piernas.

La tormenta fue larga en miedo y en tiempo, solo decir que al principio sentíamos sobre las tejas del tejado unos ruidos de golpes por los granizos que caían fuertemente. A través de la ventana, bolas redondas de hielo como huevos de perdiz golpeaban sobre el suelo haciendo un gran ruido. Fue lo último que vi, porque me abracé a mi madre, no queriendo saber nada y esperar a que pasara rápido. Nos faltó repertorio de canciones y lectura por lo que mi madre nos hizo repetir varias canciones para tenernos distraídos en nuestro temor, ya que la tormenta se hizo esperar en su marcha. De los granizos se pasó a la lluvia, una cortina de agua caía violentamente sobre el pueblo y durante bastante tiempo.

Eso era lo que sentía porque yo no miraba a ningún sitio, ni quería sentir nada de nada. Llegó a tal mi indiferencia hacia la nube para protegerme del miedo, por lo que mi amigo Miguel vino a llamar a mi puerta casi al finalizar la misma, para la esperada apuesta sacándome de mi indiferencia para protegerme del miedo. Aún daba los últimos coletazos la tormenta cuando mis contrincantes de apuesta estaban esperándome en la puerta de mi casa. Mi abuela, contrariada por mi cambio de actitud me pregunto si es que iba al lavabo, yo le dije que sí, porque no se hubiera creído la verdad. El que un miedoso de tormentas como yo saliera cuando estaba dando algunos relámpagos una tormenta era difícil de creer para ella.

Fuimos rápidamente a entregar las bolas a los testigos ya que la tarde estaba declinando. Yo escogí las más feas por miedo a perderlas. Saqué mi precioso barco de la caja de zapatos rápidamente, para aprovechar el poco tiempo que quedaba de luz.

Al salir de mi casa ignoraba el agua que bajaba por la calle y hubo un momento que quería echarme atrás por causa de la cantidad de la misma, pero el otro zagal me dijo que era un cagao delante de los testigos y tuve que aguantarme, por miedo al ridículo y los posteriores comentarios a los demás chiquillos en el recreo. En esa tarde recuerdo que en la calle no había muchos niños por el peligro del caudal de agua pero nosotros por la dichosa apuesta o por no quedar por un cacao, decidimos hacerla. Yo la hice obligado porque ¡tenía un miedo a la cantidad de agua que bajaba por Quintana! Una apuesta en Baños de la Encina no es cualquier cosa. Es prestigio, es autoridad sobre los otros zagales, pero también es risa y pérdida de respeto de los demás niños.

Al mostrarnos los artilugios navieros para la apuesta, me quedé de piedra al ver el barquillo de mi contrincante. Un barco precioso que yo no hubiera sacado jamás en una tarde como aquella de agua.
Empezamos muy mal la carrera porque le dije que era un fullero porque él era muy tonto para hacer un barco tan bueno y que algún hermano le ayudó a montarlo.
- ¿Antoñín, te quieres echar atrás y perder la apuesta?
- No - Asistí yo con mala leche por el engaño.

Nos dispusimos a dejar los barcos suavemente en el agua, delante de los testigos, pero la fuerza del caudal arrastró en un momento a los mismos. Todos nosotros corrimos calle abajo salpicándonos unos a otros. Suerte tuve de haberme puesto mis katiuskas, un casaco viejo de mi hermano mayor y también una especie de chubasquero de persislar viejo, que tenía para la rebusca.

¡Bueno! El barco del contrario adelantó sobradamente al mío por la gran superioridad técnica que tenia Pero a la altura del quiosco, el gran caudal que bajaba del Santocristo juntándose con el de la calle Ancha nos arrastró a todos nosotros al suelo inconscientes chiquillos. Todos se incorporaron como pudieron. Yo, pude hacerlo gracias a un hombre que me cogió de un brazo y evitó una desgracia. Aún escupiendo agua con barro me incorporé sin parar de toser y desconcertado por la caída y por la abultada bebida de agua.
- Nenes - nos dijo a todos – a parte de tontos ¡sois unos locos de remate! ¿No veis que vais a tener más problemas con este río de agua? ¿No podéis dejarlo para otro momento? Antoñín- sentenció el hombre - ya se lo diré a tu padre.

Decir eso en Baños es paliza segura, pero al momento no me preocupó mucho porque eché a correr calle abajo salteando el agua como bien pude.

El barco de mi contrincante iba mucho más avanzado cuando mi barco pasaba por la casa de José el municipal. El contrario estaba ya por el cuartel de la Guardia Civil porque era mejor que el mío y casi daba por perdida la apuesta, pero a la altura del quiosco del chinito vi a lo lejos una represa. Suerte tuve, porque a la altura de la tienda de Pacovalle, esquina del horno del serio, unos niños estaban construyendo una represa que desvió su barco en dirección al mercado de abastos. En ese momento, yo cogí el mío y lo desvié en dirección a la plaza según la apuesta. Mi contrincante, al tener que buscar su barco, perdió tiempo para incorporarse al recorrido y quiso avanzar más rápido pegando patadas al agua que estaba al lado de su barco para que fuera más rápido. La represa de los niños hizo perder fuerza la corriente del agua hacia la plaza.

Mi barquillo estaba por la lonja de la iglesia de San Mateo y él se acercaba por la casa de Cecilia, la que hacia unas zarzaparrillas buenísimas y su hijo Salvador era zapatero en el pueblo. A base de patadas se iba acercando al mío y le dije que era un fullero haciendo eso y se calló sabedor de la fullería. Cuando pasaba por la tienda de María, la Columpia, bajaba del callejón del pilar otra corriente de agua que ayudó a mi barco a avanzarse con rapidez. Bueno, lo que quedaba de él, ya que solamente se veía una albarca y un trozo de corcho. No me creía lo que estaba pasando porque llevaba cierta distancia a mi contrario y había posibilidades de ganar. Parecía una casualidad, pero en la tienda de Simón había en la cartelera de cine que tenía en su tienda unos fotogramas de una película de piratas que aumento, más si cabe, mis ansias de ganar. Me sentía supercontento por los acontecimientos y esperando poder llegar el primero para poder disfrutar los privilegios del ganador.

Ser ganador era el todo para mí en ese momento, un sentimiento difícil de explicar después de tantos años. Me parecía un sentimiento de superioridad sobre el contrario fullero. En el recreo saldría el tema de la apuesta, por boca de los testigos, siempre se aumentan los acontecimientos para el bien del ganador y en perjuicio del perdedor pero…, cuando estaba pasando por la plazuela, casi llegando a la esquina que daba a la última recta definitiva a la altura de la casa de Ortega, mi pequeño barquillo fue engullido por una tragona. Intenté cogerlo metiendo el brazo entre las rejas pero fue imposible rescatarlo. Yo lo intenté con todas mis fuerzas sacarlo pero me fue imposible. Todo se desvaneció como una niebla, un castillo de ilusiones esfumadas en un momento por esa puñetera tragona. Mi concentración se centraba en mi pena mientras insistía en sacar mi pobre barquillo con lágrimas en los ojos e incapaz ante esta adversidad.

Tanta espera, noches en vela por los nervios de la tormenta, buscando por los estercoleros del pueblo, en buscar el material, trabajo y allí estaban mis ilusiones engullidas por una tragona. Yo estaba en mis tristes cosas, cuando la sonrisa y la burla de mi contrincante me hicieron salir de ese sordo interno que tenía en mi tristeza y pena. Mi contrincante me adelantó y yo casi daba la apuesta por perdida, pero antes de llegar a la casa de Mariano, el de la pava, su barco se golpeó violentamente contra una rama de quinino que había arrastrado la riada y se deshizo en pedazos los cuales desaparecieron en un momento. Tampoco llegó él al final de la apuesta, por lo tanto tampoco la ganó.

Se acercó muy contento hacia el testigo a pedirle las bolas de la apuesta, porque decía que había ganado. El testigo dijo que él tampoco había ganado porque ninguno de los dos barcos había llegado a la meta. Por supuesto el testigo tenía razón y al decírselo yo, él con cara de cabreao, me untó la oreja, yo me ofendí muchísimo y le di una patada en la espinilla. Los testigos nos separaron de los tortazos que nos pegamos. Mi contrincante lanzó dos escupitinajos al suelo diciendo:
- Esta es tu madre - indicando uno de los escupitinajos - y el otro es la mía.

El salivajo que indicaba a mi madre lo pisoteó violentamente. Me entró un no sé qué, dándome unas fuerzas que yo no tenia, y le di un puñetazo en toda la nariz. Eché a correr huyendo de la quema pero él cogió un ripio de un ladrillo y lanzándolo contra mí, me hizo un aporreón en la cabeza haciéndome sangre. Fue un verdadero desastre porque con el fulgor de la carrera no nos dimos cuenta de que se acercaba otra nube dando los primeros relámpagos y empezó a llover de nuevo violentamente.

En mi carrera hacia mi casa por miedo al chiquillo y a la tormenta, porque vi que le sangraba la nariz, los relámpagos, truenos y la lluvia abundante me pusieron aún más nervioso y tropecé sollándome la rodilla.

Cuando llegué a la casa de tejidos Juanito, en la plazuela, me desvié en dirección a casa de Ana la de teléfonos, para atajar por el cotanillo y despistar al chiquillo que me perseguía. El recorrido se me hizo larguísimo por la cantidad de relámpagos que tuve que ver y los sordos truenos que tuve que sentir.

Cuando llegué a mi casa mi madre me vio chorreando, tosiendo y tiritando de frío. Primero me abrazó apretándome hacia su cintura, pero luego me dio unos buenos chorreaos. No me dolieron porque sabia que me los merecía y estaba preocupada por mi, y es que mi madre me quiere mucho.

Hay una pregunta que queda por responder: ¿Qué fueron de las bolas? El que las llevaba en sus bolsillos, cuando nos tiró el agua a todos por el quiosco de Doroteo, perdió todas las bolas pero se calló por miedo a una paliza y siguió el juego pero sin premio. Yo gané un buen aporreón, una bolladura, unos buenos alpargatazos y varios días con resfriado.

Vinieron días de lluvia y de oportunidad para otras tardes de barquillos pero yo no pude salir. Primero, porque mi madre me preparó un remedio casero para mi resfriado, una olla llena de agua hirviendo con hojas de eucalipto. Yo debía taparme con una toalla absorbiendo el vaho para mi curación y de vez en cuando, cuando me quitaba la toalla por lo pesado que era respirar ese mejunje, algún que otro coscorrón esperando con paciencia a mi mejoría y a que a la memoria de mi madre se le fuera olvidando mi fechoría.

¡Qué tardes aquellas! La culpa creo yo que la tenia el cine del chinito y el del columpio, con aquellas películas de corsarios donde la aventura era el motor de nuestra fantasía. Aquellos barcos lanzados a la aventura y a buscar tesoros por doquier, hombres curtidos por el sol, valientes con sus fuertes brazos tatuados con una preciosa sirena, dignos de imitar y la mejor manera era construir y navegar como ellos.

Aun después de tantos años cuando se oscurece el cielo por encima de Baños de la Encina y hay alguna que otra tormenta, me vienen estos recuerdos de la niñez. Me viene el ruido del agua bajando las calles del pueblo y la chiquillería gritando de alegría con sus artilugios. Unos barcos mejores que otros .Niños formando represas que se rompían con la fuerza del agua, pero ellos insistían en volver a empezar en hacer otra nueva hasta conseguir retener el máximo de agua hasta que rompiera por la gran cantidad de agua retenida. Todos teníamos una cosa en común que nos igualaba, la ilusión y la imaginación de ver las cosas que los mayores no son capaces de ver. Hay que ser niños para entenderlo.
Razón tenía Don Miguel de Unamuno cuando dijo “No sé como puede vivir quien no lleve a flor de alma los recuerdos de su niñez”.

FIN